Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son. Mientras algunos pasan a engrosar los índices de pobreza o pobreza extrema – y ello les ocupa todo el tiempo – otros logran el éxito económico, en perfecta convivencia con el mercado. Esto, en el entendido que si bien el dinero no es importante, mucho dinero "ya es otra cosa".
En este sentido, podemos percibir que la sociedad está dividida en dos grandes clases: la de los que tienen más comida que apetito y la de los que tienen más apetito que comida. Sociedad en la cual la regla no es "tu y yo", sino "tu o yo". Si bien el comercio mezcla a los hombres no los une.
Y en este marasmo de nuestra sociedad, encontramos a otros tantos que conviven en el mundo de la política, que no es otra cosa que un acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar en ella y aquellos que no quieren salir.
En dicho mundo aprenden a predecir lo que va a suceder mañana, el mes próximo y el año que viene. Luego, a explicar porqué no ocurrió lo que señalaron que sucedería. Sin lugar a dudas, nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la pesca.
Proclaman en plaza pública y voz alta la libertad de pensamiento: Pero a la vez piden la muerte de quien no piensa como ellos. Saben tanto entonces, que - como diría una abuela portorriqueña – "saben a mierda". ¡Cómo no entendiera el pueblo que el camino más corto para arruinar un país es entregarlo a los demagogos!
La diatriba política comienza y los argumentos en uno y otro sentido se asemejan al disparo de una ballesta, siendo igual de efectivos dirigidos a un gigante que a un enano. Están convencidos, entonces, que ubicados en una plaza pública - frente a una multitud que aclama - es el acento el que convence y no la palabra.
En esos momentos el auditorio es variopinto y quienes aplauden la opinión del orador de turno la llaman opinión; pero los que la desaprueban la llaman herejía.
Y así avanzan rumbo al portal de la política, colocándonos al paso del tiempo frente al clímax democrático del acto electoral. Entonces, frente al ánfora, nos encontramos en la disyuntiva de optar entre dos o más males.
La regla de oro entonces es "vota por el que promete menos, ya que será el que menos te decepcione". A nosotros, no nos queda otra cosa que acudir al acto electoral resignados a optar por alguno de los males.
Bien dicen que la democracia tiene por lo menos un mérito, y es que una autoridad electa no puede ser más incompetente que aquellos que han votado por ella.
Ya electos y con pleno conocimiento de que el fin de la política debe ser el bien del hombre, sus aparentes convicciones democráticas - proclamadas en cuanta plaza pública estuvieron - comienzan a desvanecerse. No toman conciencia que las convicciones políticas son como la virginidad: una vez perdidas, no vuelven a recobrarse.
Comienza, entonces, la farra y la contratación de funcionarios incompetentes que se convierten en los empleados que el ciudadano paga para ser la víctima de su insolente vejación.
El mismo camino se sigue con el gasto público injustificado, que sólo encuentra límites en la iliquidez de la institución. ¡Nadie puede sospechar cuántas idioteces políticas se han evitado gracias a la falta de dinero!
En este lamentable espejo político nos vemos cada cinco años y todo hace prever que las cosas no cambiarán sino cuando la madurez política del pueblo nos lleve a tomar mejores y mas responsables decisiones.
Así, cuando la ciudadanía o la prensa haga publica alguna conducta impropia – por decir lo menos - de parte de nuestra autoridades electas y nos preguntemos ¿Quién lo eligió?, dejaremos de escuchar el famoso: “yo no fui, fue tete”.
En este sentido, podemos percibir que la sociedad está dividida en dos grandes clases: la de los que tienen más comida que apetito y la de los que tienen más apetito que comida. Sociedad en la cual la regla no es "tu y yo", sino "tu o yo". Si bien el comercio mezcla a los hombres no los une.
Y en este marasmo de nuestra sociedad, encontramos a otros tantos que conviven en el mundo de la política, que no es otra cosa que un acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar en ella y aquellos que no quieren salir.
En dicho mundo aprenden a predecir lo que va a suceder mañana, el mes próximo y el año que viene. Luego, a explicar porqué no ocurrió lo que señalaron que sucedería. Sin lugar a dudas, nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la pesca.
Proclaman en plaza pública y voz alta la libertad de pensamiento: Pero a la vez piden la muerte de quien no piensa como ellos. Saben tanto entonces, que - como diría una abuela portorriqueña – "saben a mierda". ¡Cómo no entendiera el pueblo que el camino más corto para arruinar un país es entregarlo a los demagogos!
La diatriba política comienza y los argumentos en uno y otro sentido se asemejan al disparo de una ballesta, siendo igual de efectivos dirigidos a un gigante que a un enano. Están convencidos, entonces, que ubicados en una plaza pública - frente a una multitud que aclama - es el acento el que convence y no la palabra.
En esos momentos el auditorio es variopinto y quienes aplauden la opinión del orador de turno la llaman opinión; pero los que la desaprueban la llaman herejía.
Y así avanzan rumbo al portal de la política, colocándonos al paso del tiempo frente al clímax democrático del acto electoral. Entonces, frente al ánfora, nos encontramos en la disyuntiva de optar entre dos o más males.
La regla de oro entonces es "vota por el que promete menos, ya que será el que menos te decepcione". A nosotros, no nos queda otra cosa que acudir al acto electoral resignados a optar por alguno de los males.
Bien dicen que la democracia tiene por lo menos un mérito, y es que una autoridad electa no puede ser más incompetente que aquellos que han votado por ella.
Ya electos y con pleno conocimiento de que el fin de la política debe ser el bien del hombre, sus aparentes convicciones democráticas - proclamadas en cuanta plaza pública estuvieron - comienzan a desvanecerse. No toman conciencia que las convicciones políticas son como la virginidad: una vez perdidas, no vuelven a recobrarse.
Comienza, entonces, la farra y la contratación de funcionarios incompetentes que se convierten en los empleados que el ciudadano paga para ser la víctima de su insolente vejación.
El mismo camino se sigue con el gasto público injustificado, que sólo encuentra límites en la iliquidez de la institución. ¡Nadie puede sospechar cuántas idioteces políticas se han evitado gracias a la falta de dinero!
En este lamentable espejo político nos vemos cada cinco años y todo hace prever que las cosas no cambiarán sino cuando la madurez política del pueblo nos lleve a tomar mejores y mas responsables decisiones.
Así, cuando la ciudadanía o la prensa haga publica alguna conducta impropia – por decir lo menos - de parte de nuestra autoridades electas y nos preguntemos ¿Quién lo eligió?, dejaremos de escuchar el famoso: “yo no fui, fue tete”.
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