No tengo claro si al astrofísico Stephen Hawking se le ha ido la pinza, o no, pero he disfrutado mucho con lo último suyo, lo de los marcianos. Tanto como un político español con una Visa Oro.
Dice don Stephen, que no es cualquiera, que los alienígenas pueden dejarse caer cualquier día por la Tierra derrochando mala baba fluorescente, y que mejor no tener contacto con ellos, porque vete a saber.
Que lo mismo hacemos el primo con tanto mensaje de buena voluntad enviado al espacio, hay vida aquí en la Tierra, aló, aló, se me oye, se me escucha, etcétera, mandando naves con una foto de nuestros niños, la película Bambi y la canción esa de algo pequeñito, uó, uó, algo muy bonito.
Igual el paquete entregado a domicilio despierta en los pavos de allá arriba, que pueden no ser tan buena gente como creen algunos, ganas de arrimarse a echar un vistazo, más o menos como hicieron Hernán Cortés, Pizarro y otros finos neurocirujanos de las civilizaciones azteca, maya y sitios así. Y la pringamos.
A mí, sin embargo, la idea me pone. Mucho. Ando bastante empalagado de mermelada intergaláctica. De marcianitos amables, dignos padres de familia. Siempre me pateó los higadillos esa tendencia moderna, tan políticamente correcta, a presentar a los extraterrestres como gente más bondadosa, culta y civilizada que los humanos. Basándonos en qué, pregunto.
No encuentro ningún motivo para pensar que un fulano de color verde fosforito, antenas con luz estroboscópica en la frente y palmo y medio de estatura, nacido en la Galaxia ZetaZetaPAF según pasas Alfa Centauro a mano izquierda, deba tener mejores sentimientos, más educación o menos instinto depredador que cualquiera de los innumerables y conocidos hijos de puta que pastan en nuestro bonito planeta azul.
No faltarán en el espacio constructores ladrilleros, supongo, capaces de que el alcalde de allí recalifique los terrenos del circo de Hiparco o un anillo de Saturno, engrasándolo. Tampoco andarán escasos de obispos o imanes de lo suyo, no al aborto, velo y demás. Ni de políticos del Pepé, o como se llame allí, con sastre gratis, amigo en campo de golf y corbata ancha color butano.
También a los extraterrestres les gustarán los platillos volantes de lujo, supongo. Y las cuentas secretas en las islas Cocodrilo de Orión. Y ver Sálvame Alienígena de Lux, los viernes. Y las marcianas con tetas grandes, o lo que les cuelgue en su equivalente galáctico. No te fastidia.
Así que, por mí, que nos invadan. No creo que vayamos a peor. Además, estoy de acuerdo con el amigo Hawking. También eso nos lo estaríamos ganando a pulso, con tanta gilipollez terrícola.
Daría igual que vinieran en pateras espaciales -imagino a esos marcianos desnutridos, atendidos por picoletos, psicólogos y oenegés- o a bordo de naves acorazadas con más artilugios que la planta de electrónica del Corte Inglés. Alucinarían al ver nuestras caras de panolis. Nosotros ser terrícolas y recibiros en son de paz. Jao. ¿Du yu spikinglis? Etcétera.
Disfruto más con la idea de unos extraterrestres bordes, en plan Mars Attack, que con la estampa tipo E.T. del marcianito bueno, tierno y comprensivo. La idea de un ser mucilaginoso apuntando con el dedo de pata de pollo a las estrellas mientras susurra «Mi cassa, mi cassa» con una voz que recuerda sospechosamente la de Benedicto XVI, me motiva mucho menos que esos alienígenas desparramándose de su ovni con ganas de juerga y hasta arriba de morapio, hip, como ingleses en Ibiza, poniéndolo todo perdido de líquido blandiblub en plan moco, mientras la peña les hace la V con dos dedos en plan paz y buen rollito, colegas.
Con Mariano Rajoy diciéndoles al cabo de un rato largo, tras pensárselo mucho: «Gracias por haber venido. Yo también me llamo marciano, Marciano Rajoy», mientras Bibiana Aído, con risita pícara de colegiala transgresora, los llama extraterrestres y extraterrestras del espacio y de la espacia, y Leire Pajín, entre anuncio y anuncio de champú, se congratula en el telediario de la conjunción planetaria Obama-Zapatero-Júpiter, calificándola de acontecimiento galáctico del milenio.
Me parto en rodajas imaginando esas y otras deliciosas escenas. No digan ustedes que no les pone, por ejemplo, la de un ser viscoso de color amarillo que camina dejando un rastro gelatinoso, chof, chof, armado con pistola atómica disolvente de rayos láser ultrasónicos, y entrando en el Senado español a ver de qué va aquello, mientras algún tonto habitual -Iñaki Anasagasti, por ejemplo, recién peinado por Llongueras- pretende explicarle, muy serio y con el pinganillo en la oreja, lo de las lenguas cooficiales y la traducción simultánea.
Sí. Hay días en los que pagaría por ser marciano.
Patentes de Corso
Arturo Pérez-Reverte
xlsemanal
17/5/2010
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