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lunes, 8 de marzo de 2010

Que la historia no se repita..

Corrían los años sesenta, cuando producto de un golpe militar, el General Juan Velasco Alvarado tomaba el poder en el país, invocando una vetusta y trasnochada revolución, que condenaría al país, no sólo a más de una década de dictadura militar, sino al más oscuro ostracismo político, económico y social en Latinoamérica.

Las otrora apasionantes historias revolucionarias de Fidel, el Che Guevara y otros ilustres innovadores del pensamiento político en América Latina, venían cayendo en desgracia, producto de la sumisión, olvido, y pobreza a la que había orillado a sus pueblos; cuyos inquilinos descontentos comenzaban a abrir los ojos para ver lo que se ocultaba detrás de aquel afiebrado discurso que habían venido escuchando.

Cuba, buque insignia de los movimientos revolucionarios en América Latina, sufría los embargos y bloqueos del gobierno norteamericano y sus aliados, mientras los objetivos primarios de la revolución se iban desvaneciendo, hasta convertir los vítores y aplausos de inicios de la revolución, en reproches constantes del pueblo.

Rusia también sufría los avatares del cerco que había tendido en sus fronteras, tratando de que nadie ingresara a contaminar la mente de sus súbditos con gritos de libertad y democracia; sin darse cuenta que la misma cerca que dejaba afuera a los demás, los encerraba a ellos mismos.

Es en esta coyuntura, que el Perú ingresa a destiempo a un periodo revolucionario - impulsado desde los cuarteles militares -, expropiando empresas privadas y sustituyendo a las autoridades elegidas democráticamente, por simples y serviles funcionarios designados a dedo.

A pocos años de iniciada la revolución velasquista, se comenzó a generar el mismo descontento popular que había en Cuba, pues los beneficios de la tan sonada revolución no llegaban al ciudadano de a pie, por lo que el dictador peruano - copiando el modelo cubano - impuso restricciones y tendió una red de infidentes a nivel nacional.

Nadie podía criticar al gobierno sin correr el riesgo de que cualquier vecino lo denunciara y, en el acto, agentes de inteligencia militar comenzaran a amenazar la integridad de aquél que había cometido el grave delito de ejercer su derecho de opinión.

Cientos de peruanos fueron deportados o torturados en cuarteles militares; los medios de comunicación fueron confiscados y no había siquiera Obituario que no pasara primero por la inspección del imponente aparato militar antes de ser publicado.

Los colegios eran replicas de los cuarteles - hasta en la vestimenta de los alumnos -; no se podían adquirir productos importados - ni siquiera medicinas-; nuestra juventud creció sin escuchar rock o música moderna, pues en cuanto canal de televisión o radio existía se escuchaban sólo música folklórica o criolla. Pensar que nuestros niños hubieran podido ver películas como Harry Potter, la Guerra de las Galaxias o Superman era imposible.

Recordando esta historia - en parte vivida y en parte recogida por tradición oral - me pregunto como es que ahora algunos pretendan inundar nuestras calles con un discurso revolucionario de corte velasquista, enfundado en la vieja tesis bolivariana; sin mirar el pasado y recordar aquello que vivimos o vivieron nuestros padres durante la revolución militar de los sesentas y setentas.

En los últimos procesos electorales hemos tomado decisiones trascendentales, no sólo para el futuro del país, sino el de nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos; por ende, es deber de todos estar vigilantes no sólo con quienes fueron elegidos, sino con aquellos que no lo fueron, y meditar respecto a las consecuencias de las decisiones políticas y de gobierno que se tomarán durante los próximos años.

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