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lunes, 4 de abril de 2011

UN LOBO DISFRAZADO DE OVEJA


Corrían los años sesenta, cuando producto de un golpe militar,el General Juan Velasco Alvarado tomaba el poder en el país, invocando una vetusta y trasnochada revolución. Dicha revolución condenaría al país, no sólo a más de una década de dictadura militar, sino al más oscuro ostracismo político, económico y social en Latinoamérica.

Las otrora apasionantes historias revolucionarias de Fidel, el Che Guevara y otros ilustres innovadores del pensamiento político en América Latina, venían cayendo en desgracia, producto de la sumisión, olvido, y pobreza a la que había orillado a sus pueblos. Sus ciudadanos descontentos comenzaban a ver lo que se ocultaba detrás de aquel afiebrado discurso revolucionario.

Cuba, buque insignia de los movimientos revolucionarios en América Latina, sufría los embargos y bloqueos del gobierno norteamericano y sus aliados. Entretanto, los objetivos primarios de la revolución se iban desvaneciendo, hasta convertir los vítores y aplausos de inicios de la revolución, en reproches constantes del pueblo.

Rusia también sufría los avatares del cerco que había tendido en sus fronteras, tratando de que nadie ingresara a contaminar la mente de sus súbditos con gritos de libertad y democracia. No se daban cuenta que la misma cerca que dejaba afuera a los demás, los encerraba a ellos mismos.

Es en esta coyuntura, que el Perú ingresa a destiempo a un periodo revolucionario - impulsado desde los cuarteles militares -, expropiando empresas privadas y sustituyendo a las autoridades elegidas democráticamente, por simples y serviles funcionarios designados a dedo.

A pocos años de iniciada la revolución velasquista, el descontento de los cubanos se empezó a replicar en el Perú. Los beneficios de la tan sonada revolución no llegaban al ciudadano de a pie. Fue entonces que el dictador peruano - copiando el modelo cubano - impuso restricciones y tendió una red de infidentes a nivel nacional.

Nadie podía criticar al gobierno sin correr el riesgo de que cualquier vecino lo denunciara y, en el acto, agentes de inteligencia militar amenazarán la integridad de aquél que había cometido el grave delito de ejercer su derecho de opinión.

Cientos de peruanos fueron deportados o torturados en cuarteles militares. Los medios de comunicación fueron expropiados y no había siquiera Obituario que no pasara primero por la inspección del imponente aparato militar.

Los colegios eran replicas de los cuarteles, hasta en la vestimenta de los alumnos. No se podían adquirir productos importados, ni siquiera medicinas. Nuestra juventud creció sin escuchar rock o música moderna, pues en cuanto canal de televisión o radio existía se escuchaban sólo música folklórica o criolla. Era imposible pensar que nuestros niños vieran películas como Harry Potter, la Guerra de las Galaxias o Superman. Hasta las historietas fueron prohibidas.

Gran parte de la producción estaba en manos del Estado - es decir del dictador de turno - a través de las empresas públicas. Empresas que bajo el prurito de "estratégicas", servían de agencia de empleo de los allegados al dictador y se devoraban los escasos recursos del Tesoro. Todo ello en desmedro de las necesidades de servicios e infraestructura que nuestro pueblo requería.

Recordando esta historia - en parte vivida y en parte recogida por tradición oral - me pregunto como es que ahora algunos pretenden que nuestra población vuelva a vivir tan amarga experiencia. Es como si se hubieran perdido esa parte de nuestra historia o no conocieran lo que está sucediendo en Venezuela.

A menos de una semana de las Elecciones Generales, es necesario más que nunca meditar respecto a las consecuencias de las decisiones que adoptaremos este 10 de abril. Está en juego el futuro de nuestro país y por ende de nuestras familias.

No permitamos que con la argucia de un lobo disfrazado de oveja, nuestro país tenga que volver a verse en aquel triste espejo político de nuestra historia.

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